¿LA MUERTE ES JUSTA?
Alejandro Marticorena
Dicen que no está bien alegrarse por la muerte de alguien.
Dicen que la muerte de un ser humano no se festeja.
Yo no sé si festejar. La verdad que, pensándolo dos segundos, no estoy de ánimo para festejos. Festejar supone alegría, risas, algarabía.
Y yo no siento ganas de festejar nada.
Pero debo reconocer que me alegra que se haya muerto Jorge Rafael Videla. En algún rincón siento como una sensación de módica justicia. Lo admito, sí. Y te digo más: hasta me da bronca que haya vivido hasta los 87 años cuando hay gente muy valiosa y más buena que el pan que se muere mucho, mucho antes. Y me da mucha bronca, también, que haya vivido en apariencia tranquilo. Repito: en apariencia. Que yo sepa, al menos, jamás esbozó ni siquiera el intento de un gesto de arrepentimiento. De replanteo. De revisar lo que hizo, lo que impulsó, eso de lo cual fue uno de los máximos responsables, sino el máximo.
Él, como tantos, tantos otros, fue responsable de las páginas más oscuras y sangrientas de la historia argentina. Un período nefasto que, en lo personal, puedo decir sin ambages que me cagó la vida en varios aspectos. Aspectos que superé y regeneré, por suerte. Y cosas, y golpes, y heridas, que me hicieron ser el que soy, y a mucha honra.
Pero viví cosas fuleras, te digo. No tan fuleras como las que vivieron, por ejemplo, quienes tienen un hijo, un padre, un hermano, un ser amado desaparecidos, y al que ni siquiera pudieron ver muerto, velar, enterrar, duelar como corresponde. Pero las viví.
Me fumé el exilio de mi viejo, cuando tenía entre 12 y 18 años. La etapa en que más lo necesité, menos lo tuve. Y de eso siempre culpé a los milicos de mierda de esa época. Y más tarde, llegada la democracia, los culparía de cosas bastante más graves cuando, como tantos, me enteraría de las dimensiones de ese infierno que crearon. Ese infierno del que, al menos yo, ya tenía indicios. Varios amigos de mi viejo fueron secuestrados cuando él aún no se había exiliado. Y lo sabíamos: sabíamos que estaban "chupando" gente. Yo lo sabía a la tierna edad de 12 años. Por eso me broto con tanto pelotudo que sostiene, todavía hoy, que es mentira lo de los desaparecidos.
Y, no jodamos: es cierto que en la calle se veían cosas como mínimo "extrañas", para usar una palabra piadosa. Yo vi desde la ventana de mi habitación cómo chupaban un tipo en la esquina (repleta de gente) de Hidalgo y Rivadavia, en pleno Caballito, un ignoto sábado al mediodía. Le cruzaron el típico Falcon verde delante del auto, se bajaron dos tipos con unas matracas impresionantes, le apuntaron, lo bajaron de los pelos y lo subieron al Falcon. Uno de ellos se subió al auto "secuestrado" y se fueron cagando, con el casi cinematográfico chirriar de las gomas.
Yo me quedé petrificado unos minutos. Los autos desaparecieron de mi campo visual. La gente se quedó unos minutos arremolinada en el lugar del hecho, hablando entre sí, diciendo seguramente el consabido "algo habrá hecho" o "en algo andaría". Y luego todo volvió a la normalidad. La gente volvió a caminar como en cualquier sábado al mediodía en Hidalgo y Rivadavia.
Me quedé mirando cómo pasaba la gente, como si nada hubiera sucedido. Fue como ver la secuencia de una película.
Pero no era una película.
Jorge Rafael Videla murió, hasta donde sé y entiendo, convencido de que lo que hizo estuvo bien. De que sirvió a la Patria. De que combatió el terrorismo marxista que buscaba introducir ideologías foráneas, ajenas a nuestro Ser Nacional. Murió convencido de que eso fue una guerra, y que en la guerra siempre hay bajas. Y jamás dudó. Y si dudó, supo esconderlo bastante bien. Y encima (seguramente) debe haberse sentido incomprendido. Tratado injustamente.
Pero ese hijo de puta está muerto. Por fin está muerto: que siguiera respirando era un insulto a todos los que padecimos ese infierno. Lamento decirlo así, sé que suena para el carajo. Pero es lo que siento ahora, en este instante.
Y sin embargo no siento ganas de festejar. Siento algo raro. Siento como alegría, pero tengo muchas ganas de llorar. Y estoy triste. Muy triste esta mañana de sol.
No sé si se entiende.
Dicen que no está bien alegrarse por la muerte de alguien.
Dicen que la muerte de un ser humano no se festeja.
Yo no sé si festejar. La verdad que, pensándolo dos segundos, no estoy de ánimo para festejos. Festejar supone alegría, risas, algarabía.
Y yo no siento ganas de festejar nada.
Pero debo reconocer que me alegra que se haya muerto Jorge Rafael Videla. En algún rincón siento como una sensación de módica justicia. Lo admito, sí. Y te digo más: hasta me da bronca que haya vivido hasta los 87 años cuando hay gente muy valiosa y más buena que el pan que se muere mucho, mucho antes. Y me da mucha bronca, también, que haya vivido en apariencia tranquilo. Repito: en apariencia. Que yo sepa, al menos, jamás esbozó ni siquiera el intento de un gesto de arrepentimiento. De replanteo. De revisar lo que hizo, lo que impulsó, eso de lo cual fue uno de los máximos responsables, sino el máximo.
Él, como tantos, tantos otros, fue responsable de las páginas más oscuras y sangrientas de la historia argentina. Un período nefasto que, en lo personal, puedo decir sin ambages que me cagó la vida en varios aspectos. Aspectos que superé y regeneré, por suerte. Y cosas, y golpes, y heridas, que me hicieron ser el que soy, y a mucha honra.
Pero viví cosas fuleras, te digo. No tan fuleras como las que vivieron, por ejemplo, quienes tienen un hijo, un padre, un hermano, un ser amado desaparecidos, y al que ni siquiera pudieron ver muerto, velar, enterrar, duelar como corresponde. Pero las viví.
Me fumé el exilio de mi viejo, cuando tenía entre 12 y 18 años. La etapa en que más lo necesité, menos lo tuve. Y de eso siempre culpé a los milicos de mierda de esa época. Y más tarde, llegada la democracia, los culparía de cosas bastante más graves cuando, como tantos, me enteraría de las dimensiones de ese infierno que crearon. Ese infierno del que, al menos yo, ya tenía indicios. Varios amigos de mi viejo fueron secuestrados cuando él aún no se había exiliado. Y lo sabíamos: sabíamos que estaban "chupando" gente. Yo lo sabía a la tierna edad de 12 años. Por eso me broto con tanto pelotudo que sostiene, todavía hoy, que es mentira lo de los desaparecidos.
Y, no jodamos: es cierto que en la calle se veían cosas como mínimo "extrañas", para usar una palabra piadosa. Yo vi desde la ventana de mi habitación cómo chupaban un tipo en la esquina (repleta de gente) de Hidalgo y Rivadavia, en pleno Caballito, un ignoto sábado al mediodía. Le cruzaron el típico Falcon verde delante del auto, se bajaron dos tipos con unas matracas impresionantes, le apuntaron, lo bajaron de los pelos y lo subieron al Falcon. Uno de ellos se subió al auto "secuestrado" y se fueron cagando, con el casi cinematográfico chirriar de las gomas.
Yo me quedé petrificado unos minutos. Los autos desaparecieron de mi campo visual. La gente se quedó unos minutos arremolinada en el lugar del hecho, hablando entre sí, diciendo seguramente el consabido "algo habrá hecho" o "en algo andaría". Y luego todo volvió a la normalidad. La gente volvió a caminar como en cualquier sábado al mediodía en Hidalgo y Rivadavia.
Me quedé mirando cómo pasaba la gente, como si nada hubiera sucedido. Fue como ver la secuencia de una película.
Pero no era una película.
Jorge Rafael Videla murió, hasta donde sé y entiendo, convencido de que lo que hizo estuvo bien. De que sirvió a la Patria. De que combatió el terrorismo marxista que buscaba introducir ideologías foráneas, ajenas a nuestro Ser Nacional. Murió convencido de que eso fue una guerra, y que en la guerra siempre hay bajas. Y jamás dudó. Y si dudó, supo esconderlo bastante bien. Y encima (seguramente) debe haberse sentido incomprendido. Tratado injustamente.
Pero ese hijo de puta está muerto. Por fin está muerto: que siguiera respirando era un insulto a todos los que padecimos ese infierno. Lamento decirlo así, sé que suena para el carajo. Pero es lo que siento ahora, en este instante.
Y sin embargo no siento ganas de festejar. Siento algo raro. Siento como alegría, pero tengo muchas ganas de llorar. Y estoy triste. Muy triste esta mañana de sol.
No sé si se entiende.
Si, Alejandro, también yo experimenté algo similar. Porque el "festejo" que bien podría haberse justificado y expresado, exultante, no revocaba el latido ominoso de una época; no devolvía las vidas que se llevaron; no nos secaba el llanto por tanto perdido. Comparto tu tristeza.
ResponderEliminarUn abrazo
Clementina Macaroff