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sábado, 11 de agosto de 2012

Reflexiones de un colonizado

Una reflexión personal de Jorge Oscar Marticorena

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En los años que viví en Europa, me aficioné a visitar monumentos del arte gótico. Estos paseos se iniciaron una noche en Paris, cuando una amiga me invitó, poco después de mi llegada, a visitar el Barrio Latino. Me hizo recorrer esas callejuelas estrechas y llenas de meandros hasta llegar a una esquina desde donde pude, de pronto, ver a la Catedral de Notre Dame.

Supe que era Notre Dame. No tuve ninguna duda. Muchas veces había visto las fotos de esa construcción. Sabía algo sobre el gótico porque tuve la suerte de encontrar, en el colegio secundario, un profesor de historia del arte que nos explicó los cómos y los porqués de ese estilo. Pero la dificultad con que me encontré para asimilar la sorpresa, la emoción, el placer de verme a mí mismo en ese lugar, contemplando esa belleza cargada de siglos de historias, me inmovilizó. En ese momento, solo podía mirar y ser feliz. Mi amiga se acercó, divertida. Me preguntó qué me parecía. Y yo solo pude murmurar

- ¡Es fantástica!

Este fue un comienzo, pero no fue “el” comienzo. Toda mi educación secundaria transcurrió en un colegio de élite. Ingresé después a la Universidad de Buenos Aires que, con sus más, sus menos, sus impulsos y tropiezos, me enderezó hacia el camino de la búsqueda de la excelencia. Camino en el que me perdí varias veces, pero que retomé casi por casualidad al incorporarme a mi último lugar de trabajo, la Comisión Nacional de Energía Atómica.

Estando allí, me enviaron por un año a Paris, ciudad de mis sueños y fantasías, a trabajar en un centro de excelencia donde aprendí algunas cosas. Pero, visitando catedrales, museos, castillos y palacios, hermosas ciudades muy antiguas, y también las huellas horribles de la guerra en los campos de Verdun, asimilé ideas bastante valiosas. Una, la más importante, fue que no soy, ni quiero llegar a ser europeo, y que aunque lo quisiera no lo lograría, porque ya soy esencialmente otra cosa: argentino.

La otra idea fue que me faltaba bastante para entender qué significa esa identidad.

Cuando uno vive, va viviendo. Quizá, sin saberlo, rutinariamente. Quizá desordenadamente. Muchas veces corriendo tras figuritas de colores cambiantes, ilusiones carentes de nobleza. Juntando mucha basura y, alguna vez, una joya extraña.

Hasta que, como por casualidad, se llega una experiencia integradora. Eso me pasó en un cine de Paris, viendo una película que resultó ser el empujón que me lanzó a un proceso que aún sigue, el de la construcción de mi identidad de argentino.

La película se llama La Hora de los Hornos. La realizaron Octavio Getino y Fernando Solanas. Si quisiera describir lo que sentí en términos ampulosamente clásicos, diría que fue una experiencia de iluminación. Poniéndolo en un lenguaje mucho más llano, digo que me avivé de cuánto chamuyo me había creído hasta entonces.

Pensando, leyendo, volviendo a pensar, conversando. Caminando muchas calles. Entrando a casas, alguna palaciega, algunas villeras. Arriesgándome, algo o mucho, nunca lo supe muy bien, en la militancia. Participando en una realidad que antes veía de lejos, con temor y rechazo. Así aprendí que era un colonizado, y lo difícil que es dejar de ser a la vez producto y víctima de un sistema colonial. Víctima privilegiada, por haber sido incorporada, a través de un largo proceso de entrenamiento, a una elite. Pero víctima. Y lo que es más triste, víctima enamorada del colonizador. Víctima preparada para representar al colonizador, para trasmitir el vasallaje.

Lo peculiar de estas historias es que nuestros colonizadores, a lo largo de procesos propios, fueron cambiando, ellos y sus estrategias. Y los vasallos, gracias a la sólida cultura que asimilamos, hemos ido transfiriendo nuestra dependencia a los nuevos amos.

¿En qué estoy, en qué estamos hoy? Soy uno de los muchos que, a través de procesos trabajosos y hasta dolorosos, hemos construido estas convicciones liberadoras.

¿Está todo bien, entonces?

Pienso que no, por dos motivos. Esa construcción cultural a la que fuimos sometidos desde la infancia es como una infección que ha invadido todo nuestro espíritu, anidando en él de modo tal que, si no estamos alertas, más de una vez reaparece y dificulta la distinción clara de los objetivos nacionales. Me ha ocurrido más de una vez, encontrarme con compañeros menos educados que, por no haber sido tan preparados para la dependencia, veían con más claridad por dónde pasaba el camino a la independencia.

El otro motivo es que me disgusta abandonar amores tan grandes. He preferido emprender el difícil camino hacia la síntesis de mis dos culturas, la argentina y la europea. Sintiendo que, además, me atraen otras menos afines, pero también cargadas de riqueza.

Cuando escribo un ensayo como éste, prefiero ser breve. Pero todo ensayo, todo texto, debería tener un final adecuado. Las palabras que siguen pretenden serlo.

Como objetivo actual de mi vida intelectual quisiera repetir un hermoso y arriesgado pensamiento renacentista: “Que nada de lo humano me sea ajeno”

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