Debo confesar que la idea de atribuirle al cianuro un efecto tóxico sobre la política me pareció intuitivamente interesante, y desde ya original. El problema fue que el intento de desarrollarla hizo que entrara en un laberinto de senderos que se bifurcan y llevan a demasiadas cuestiones como para tratar en una nota que pretendo breve .
Empezando por el principio, que no es mala costumbre, diré que el título quiere decir que el tema ha envenenado la discusión política con conceptos vagos, imprecisos o directamente erróneos, carencia de información sólida y confiable, exceso de información frágil y desconfiable, y diversos tipos de prejuicios y actitudes soberbias o sectarias. Debo reconocer, antes que algún crítico benevolente me lo diga, que este envenenamiento de la discusión política que describo se produce con tanta frecuencia que casi admitiría que es un fenómeno normal.
Me referiré primero a algunos de estos prejuicios.
· El prejuicio anti científico que nace de una desconfianza en el saber científico.
· El prejuicio tecnocrático que aparece a partir de una confianza muy acentuada en la solución tecnológica de los problemas, y en una desconfianza, que llega al desprecio, a las objeciones que se plantean desde ambientes no tecnológicos.
· El prejuicio anti empresario, basado en la larga y cierta experiencia del muy bajo interés real de muchos grandes empresarios por las consecuencias sociales del funcionamiento de sus empresas.
Amplío un poco los conceptos, que en realidad se refieren a situaciones muy complejas que merecen análisis mucho más profundos.
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La desconfianza en la ciencia
Pienso que, en la sociedad actual, el conocimiento científico podría calificarse de esotérico, no porque sea un conocimiento oculto y reservado para un grupo selecto de iniciados, sino porque la comprensión de esas ideas requiere de la capacidad de manejar un conjunto bastante importante de conocimientos previos, sin los cuales solo es posible llegar a poseer un esquema superficial de cualquier ciencia actual. Por ejemplo, la comprensión de cualquier teoría o cualquier trabajo de investigación de los que se publican en las revistas especializadas es entre imposible o extremadamente difícil si no se posee una base sólida de conocimientos en matemática, física, química y según los casos, también en biología, sociología, economía e historia. Más una ración prudente de filosofía y psicología como para entender algo de esta humanidad a la que pertenecemos. Para una persona normal, en nuestra actual organización del sistema educativo, esto implica un trayecto de una decena de años una vez egresado de la escuela primaria. Es posible que este trayecto pueda acelerarse, pero de cualquier modo hacen falta años para comprender nuevos lenguajes, para asimilar nuevas formas de pensar y de expresarse.
Si no, no se entiende nada, a menos que uno se encuentre con un buen traductor que le sepa decodificar la información a su nivel de capacidad de comprensión. Lo que se conoce como un divulgador. Pero los buenos divulgadores son especímenes muy raros. Y siempre está presente esa vieja y muy sabia advertencia de que el traductor es, a fin de cuentas, un traidor.
No es extraño que el lego, en medio de uno de esos cónclaves de especialistas que discuten algún tema que él sospecha importante para su vida o su bienestar, se sienta aislado e inseguro, y desconfíe. Y si el tema viene ya alhajado con la presencia de venenos mortales, aguas definitivamente contaminadas, y transformaciones ciclópeas de su territorio, no es para asombrarse que diga NO.
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El tecnócrata que se las sabe todas
Cuando necesito decir a qué me dedico, digo que soy un tecnólogo. Esto es verdad, pero dista mucho de ser toda la verdad. Uso esa definición para ahorrarme, y ahorrarle a quien me escucha, la historia de mi vida. En diversos momentos me he dedicado a cosas que tienen que ver con la tecnología. Pero lo que definitivamente no soy, es un tecnócrata. No me interesa, es más, estoy en contra de usar el poder que puede dar la tecnología, o de ejercer el poder a través de recursos científicos o tecnológicos. Creo que esa es una pretensión profundamente antidemocrática y antipopular, que nace de una soberbia elitista, y que ha provocado desastres a lo largo de toda la historia del hombre.
Nadie se las sabe todas. Un tecnólogo puede conocer mucho de una o varias tecnologías, pero hoy no existe el tecnólogo universal. Cualquier proyecto tecnológico debe reunir un conjunto de especialistas, más uno o unos pocos generalistas que pueden entenderlos a todos y ocuparse de la dirección general. Y es por eso, además, que las leyes exigen que cualquier proyecto, y sobre todo si es física o económicamente importante, debe cumplir con instancias de revisión y control periódico, para reducir al mínimo los riesgos que esa actividad genera. Y una de esas instancias son las reuniones con las comunidades a las cuales el proyecto puede afectar, para analizarlo y ponerse de acuerdo en la identificación de los riesgos y la forma en que serán evitados.
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La empresa buena y la empresa mala.
Una empresa es una organización de la sociedad civil cuyo objetivo es siempre producir algún bien u ofrecer un servicio para obtener una retribución económica. Hay empresas que esto lo hacen bien, produciendo bienes y prestando servicios de buena calidad, y otras que lo hacen mal, por los motivos que fueren. En general, las primeras empresas se clasifican como buenas, y las otras como malas, y tanto unas como las otras, analizadas en función de sus relaciones con sus empleados, el medio social en el cual actúan, el ambiente natural en que se insertan o las autoridades que las controlan y supervisan, pueden merecer todo tipo de calificaciones, desde las peores a las mejores. Y otro tanto se puede decir de los empresarios que las poseen o las dirigen. Con lo cual si, es verdad, hay y ha habido empresas y empresarios capaces, honestos, responsables de sus deberes sociales, y otros que, cuando la situación se puso incomoda, se subieron al bote en mitad de la noche y se fueron a su rincón en las Bahamas.
En resumen, parafraseando el famoso dicho de Perón, las empresas, y los empresarios, pueden ser buenos, pero si se los vigila son mejores.
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El oro y el cianuro.
Y aquí llegamos al tema. Para empezar, quiero ofrecer información concreta. Números. El precio del oro ha trepado más o menos hasta los 1.650.- dólares la onza. Una onza son unos 31 g, y 31 g de oro puro ocupan un volumen de unos 1,6 cm3, o sea un cubito de 1 cm por 1cm de base por 1,6 cm de alto. Si tiene una regla a mano, haga el gesto con los dedos en el aire, de 1 por 1 por 1,6 centímetros. En oro, eso son unos 1.650.- dólares. Con lo que un Kg de oro, que es una cantidad bastante manuable, tiene el interesante valor de de 53.050 dólares.
Las reservas de oro de las que se habla en Argentina en los yacimientos en explotación, o con trabajos preliminares a su entrada de explotación, suman millones de onzas, y no son unos pocos millones. Dejo al lector el trabajo de hacer los cálculos y de imaginar lo que se podría hacer con esos montos. Pero para llegar a disponer de esa riqueza falta recorrer todo el camino que va desde la exploración y la certificación de las reservas del yacimiento hasta el proceso, nada sencillo, de extracción del mineral y los tratamientos necesarios para llevarlo a condiciones que permitan su embarque y su venta.
Hasta aquí, pienso, todo puede parecer claro. Pero no lo es en absoluto, y no precisamente por razones científicas o técnicas. La química del oro y sus compuestos se conoce desde hace más de un siglo. La tecnología de la obtención del oro metálico, en lo esencial, es mucho más antigua. Ha habido cambios, desarrollos, motivados fundamentalmente por la necesidad, y el deseo, de obtener más oro de todas las formas posibles. Y esos desarrollos han tenido éxito.
¿Cómo, me puede preguntar alguien, porqué entonces el precio del oro ha aumentado tanto? No aumenta porque la obtención sea tanto más cara. Aumenta porque hay mayor demanda. Por qué hay mayor demanda, me preguntarán. El oro por circunstancias sociales se ha convertido en “Reserva de Valor” y eso lo hace apetecible por todo el que pueda acceder a él. Eso le da el valor. Intrínsecamente no lo tiene, casi no sirve para nada práctico. .
Mencioné la necesidad y el deseo de obtener más oro. En realidad hay un deseo que genera una necesidad.
Ese deseo tiene un nombre clásico: codicia.
Y la codicia, uno de los 7 pecados capitales, ¿recuerdan?, genera la necesidad.
Las empresas se organizan para ganar plata. En el sistema capitalista ganar plata no está mal visto, muy por el contrario. Y en las organizaciones pre capitalistas de Europa tampoco estaba mal visto ganar y poseer riquezas. Al mismo tiempo, hoy y antes aún más, esas sociedades se consideraban cristianas. Las bienaventuranzas que proclamó Jesús eran, y aún son para muchos de ellos, un detalle menor que se arregla con las limosnas, personales o a través de las instituciones apropiadas.
Este es un tema moral (o ético) que suele provocar discusiones y confusiones. Abusando quizá de la paciencia del lector, le recuerdo que la definición de los pecados aparece en el Antiguo Testamento, libro básico de la religión hebrea, que es tomado como referencia tanto por el cristianismo como por el islamismo. De este modo, las tres religiones monoteístas más importantes, que de un modo u otro son referencia para buena parte de la humanidad, consideran pecaminosa la codicia. Sin embargo, en los hechos, la mayor parte de las más grandes fortunas del mundo pertenecen y han pertenecido a gentes que, al menos culturalmente, reconocerían que su ética o su moral tienen raíces que se nutren de ese libro, el Libro. No voy a entrar en el tema de cómo cada potentado, cada comunidad religiosa o cada líder religioso se las arregla para convivir con estas raíces. También ocuparía muchas páginas y no tengo la preparación para afrontar semejante tarea. Pero que se las arreglan, se las arreglan.
Por un montón de razones técnico económicas, hoy el método más barato para obtener oro de la pureza requerida por el mercado es la minería a cielo abierto con el uso de una solución de cianuro de potasio que disuelve selectivamente el oro. Hay otros métodos, pero son más caros. Y cualquier empresa, cuando tiene que elegir un método para hacer algo, elige el más barato.
Anuncio que aquí voy a cambiar el centro de atención de este ensayo. Dejo a las empresas con sus intereses y sus problemas, y me traslado a la sociedad en que actúan.
Cuando nos hablan de más barato habría que contestar con tres preguntas. ¿Más barato que qué? ¿Más barato que cuánto? ¿Más barato en qué condiciones, para producir qué?
Si por uno de esos azares de la vida, que espero no se produzca, me tocara intervenir en la evaluación de uno de estos proyectos, una vez leídos todos los pliegos descriptivos de las procesos técnicos y las condiciones económicas, estas serían algunas de las primeras preguntas que haría, y esperaría un respuesta muy detallada y bien fundamentada.
Por ejemplo, la explotación a cielo abierto permite aprovechar yacimientos de una concentración menor () que los explotables con la técnica tradicional de las galerías que siguen las vetas de mineral, correspondería que explicaran de qué manera van a llenar el gigantesco agujero que producen y reacondicionar el terreno. Y exigiría que en el contrato de concesión figure un compromiso legal muy fuerte y detallado acerca de los programas de protección ambiental a desarrollar durante la explotación, y de los compromisos legales de remediación ambiental a aplicarse al cierre del yacimiento. Programa de remediación que debería abarcar el tratamiento final de todos los residuos dejados por la explotación. Sería interesante ver si la tecnología a cielo abierto sigue siendo competitiva en estas condiciones. Es posible que sí, pero seguramente las ganancias de las empresas sean menores, con lo cual habría que volver a visitar el concepto de la codicia.
Dije antes que pretendo aportar información concreta, no solo generalidades.
Uno de los temores más importantes, que está en el origen de estos debates, es la toxicidad de los cianuros. El nombre cianuro puede incluir una variedad de sustancias, pero no importa, dejo de lado la química, que es mi profesión, y hablaré solo de los cianuros, comparando su toxicidad con las de otros venenos que existen y se utilizan industrial o cotidianamente. Resulta que los cianuros no son los peores. En la tabla que adjunto (1) se ve que, además de los peores, hay otros que, aún siendo menos tóxicos, si se manejan desaprensivamente, enferman y matan.
Quiero cerrar el ensayo enunciando dos problemas de carácter económico, legal y político muy poco mencionados hasta ahora.
En general, las mineras establecidas o por establecerse en el país no exportan oro puro. En el mejor de los casos, lo que envían al exterior es una aleación de oro llamada metal doré. El pago de regalías por parte del estado, así como el cobro de impuestos, se hace en base a declaraciones juradas de las empresas. El problema es que no hay ningún control, por parte del estado, de la composición de ese metal dorado, porque los contratos no lo prevén. Y para peor, muchos de estos yacimientos contienen sustancias tanto o más valiosas que el oro. Es más frecuente que lo que se exporta sea un concentrado del mineral, donde es muy posible que vayan, un poco mejor escondidos, esos metales de aplicación en productos de alta tecnología cuyo valor es cada vez mayor.
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Síntesis final.
No puedo terminar estos párrafos sin agregar que todas estas preocupaciones y discusiones sobre el impacto ambiental y los riesgos para los trabajadores y el público dejan en la sombra la existencia de una política depredatoria que empieza con la violencia de la colonización española, y que luego de la decadencia del Imperio Español es continuada, con métodos que se van adaptando a los tiempos, por el Imperio Británico, los Estados Unidos y la Unión Europea.
Un ejemplo paradigmático de este método es el caso del petróleo en los países del Golfo. El petróleo extraído por las empresas norteamericanas y europeas es exportado con el proceso mínimo necesario para el embarque. El valor agregado se genera en Europa o Norteamérica, donde se lo convierte en combustibles mucho más sofisticados.
El caso argentino es similar. En los saladeros a orillas del Riachuelo se implementó el primer tratamiento de la carne. Al desarrollarse la refrigeración industrial, de los mataderos de Liniers salían los cortes ya congelados para embarcar. Con los productos agrícolas pasaba y sigue pasando prácticamente lo mismo. La cadena de valor llegaba hasta las estaciones de los ferrocarriles ingleses. Fue en los primeros gobiernos de Perón que se organizó una flota de transporte y se empezaron a construir los primeros barcos cargueros en un astillero nacional, alargando el tramo argentino de esa cadena. Las fábricas de material ferroviario de Córdoba también contribuyeron a estos esfuerzos de independencia económica. Pero esta, como decía Kipling, es otra historia, pero no del todo...